Lo que dejó la soga
El nudo seguía ahí.
Colgaba del techo, oscilando suavemente como si aún recordara el peso de quien lo usó.
La cuerda crujía con cada brisa que entraba por la ventana abierta.
El mismo sonido que había oído esa noche.
La noche en que Laura se fue.
Me dijeron que no entrara.
Que no era bueno.
Que lo dejara estar.
Pero la puerta de su habitación seguía abierta.
Las sábanas revueltas.
La lámpara caída en el suelo.
La marca oscura en la viga.
El espejo estaba roto.
Y lo peor de todo…
El olor.
No a muerte.
A algo más.
A algo denso, pegajoso, como si la desesperación hubiera impregnado cada pared.
Me quedé quieto.
Escuchando.
Porque a veces, cuando la casa está en silencio, se oyen cosas.
Un roce en la madera.
Un susurro sin palabras.
La cuerda, crujir.
Di un paso atrás.
La ventana estaba cerrada.
El aire no soplaba.
Y la soga…
Se movía.
Girando lentamente, como si alguien invisible aún estuviera suspendido allí.
Como si nunca se hubiera ido.
Como si Laura aún estuviera colgada.
Y cuando quise salir, cuando quise correr, algo helado me rozó la nuca.
Un aliento.
Un murmullo.
Dos palabras.
“Mira arriba.”
—
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