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El hogar de lo no dicho

Nadie quiere volver a un sitio donde la infancia fue arrancada a dentelladas.
Y sin embargo, volví.

Cuarenta años después, la casa seguía allí. De pie, como un perro viejo al que nadie acaricia. La verja oxidada, los geranios secos en la misma jardinera de siempre y el buzón lleno de cartas de muertos.

Mi madre murió en el salón.
Mi padre, en la cocina.
Y yo, bueno…
Yo sobreviví para contarlo. Aunque a veces dudo si fue una suerte o una condena.

Entré con la llave vieja que aún colgaba de mi llavero. No necesitaba forzar nada. Esa casa nunca cerró del todo.

El polvo se pegaba a la garganta como un recuerdo mal digerido.
Y el olor…
Ese puto olor a alcanfor y fruta podrida.
Igual que en los funerales.

Fue en la segunda noche cuando empezó.

Un goteo.
Primero en la habitación de mis padres.
Después en el pasillo.
No agua.
No.

Era sangre.

Goteaba lenta, desde una grieta que no recordaba.
Chorreaba roja, tibia, espesa.
Como si la casa sangrara.

Y cuando acerqué la mano, algo me atrapó el alma.

Vi una escena que no estaba allí.

Vi a mi madre llorando en la cocina, sujetando una carta con las dos manos temblorosas.
Vi a mi padre bebiendo a escondidas, jurando entre dientes.
Vi mi bicicleta rota en el patio.
Y yo… yo escondido debajo de la mesa.

La casa me mostraba lo que no quería ver.

Me largué.
Obvio.

Alquilé una habitación en un hotel de carretera, donde el recepcionista tenía cara de haberse tragado mil secretos.
Dormí.
O eso creí.

Soñé con la casa.
Con las paredes gritando.
Con la madera crujiendo como si alguien rascara por dentro.
Con una voz que decía mi nombre, como solo mi madre sabía decirlo.

Volví.

Porque uno no huye de su infancia.
Solo le da vueltas hasta que se cansa.

Esa vez la sangre estaba por toda la escalera.
Formaba palabras.
Una frase, escrita con desesperación.

“Yo no quise hacerlo.”

El espejo del baño estaba empañado.
Sin haber ducha.
Y al pasar la manga, aparecieron más letras.
Otra confesión.

“Fue papá.”

No pude más.

Subí al desván.
Donde nunca me dejaban entrar.
Donde siempre olía a orina de gato y naftalina.

La trampilla estaba abierta.

Arriba, todo estaba intacto.
Fotos de mis padres jóvenes.
Un álbum que no conocía.
Recortes de periódico sobre niños desaparecidos.

Y una caja.

Dentro, un zapato.
Pequeño.
Azul.
Con sangre seca.

El resto lo vi sin ver.
Como si alguien me proyectara las memorias ajenas en la retina.

Mi padre…
Mi padre había sido algo más que un hombre frustrado.
Y mi madre…
Mi madre no murió de pena.
Se colgó para no hablar.

Y yo…

Yo vi.
Yo lo vi todo y lo olvidé.

La casa solo quiso recordármelo.

Quemé todo.

Papeles.
Fotos.
Y sí, la casa también.

Pero dicen los del pueblo que algunas noches huele a quemado en la colina.
Que se oyen golpes.
Goteos.

Y que si te acercas, puedes ver una casa.

Una casa vieja.

Con las paredes sangrando recuerdos.

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